Querido Hermano Templario, considera que la causa de la perturbación interior que nos roba la paz del corazón no se halla fuera de nosotros, en las cosas que nos rodean, sino dentro de nosotros, en el desorden de las pasiones de nuestro corazón. Repara que hay tantas causas para perder la paz como afectos desordenados llevamos dentro de nosotros. Pues como la paz no se alcanza sino por la guerra, así la pacificación interior del alma solo se logra con la victoria sobre nosotros mismos.
Solo, pues, haciendo una guerra continua a nuestras inclinaciones, enemigos que forman parte de nosotros mismos, podemos adquirir esa tranquilidad y esa igualdad de ánimo que nos haga superiores a todos los contratiempos de la vida. Dueños de nosotros mismos, lo seremos en cierto modo de todo lo que existe. Cuando el hombre no doma sus deseos, se convierte en esclavo de ellos, y éstos en verdugos del hombre. Por el contrario el hombre vencedor de sus pasiones se eleva sobre sí mismo, y a nadie busca sino a Dios. Pero ¡cuántas luchas hay que sostener para conquistarse a si mismo, y ponerse todo entero bajo el imperio de la gracia!
Deduce, pues, Hermano Templario, de todo lo que has meditado, que para saborear la dulce paz del corazón necesitas tener pureza de conciencia, sujeción completa de la voluntad de Dios, combates serios contra ti mismo y caridad cordial para con tus prójimos; pues es necesario que vivamos de los principios y máximas de la caridad, que nos haga ver en cada hombre un hermano, y que la paciencia fortalezca nuestro corazón a fin de vivir en paz con los mismos que odian la paz. Estas son las condiciones con las que puedes obtener la paz, y, por consiguiente la dicha.
Fr.✠✠✠✠ José Miguel Emilio de Nicolau y González
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